El muerto del candelerazo (leyenda)

Iglesia de San Agustín, escenario de la leyenda.

Los velorios en el Quito antiguo se hacían en las iglesias de la ciudad y duraban de dos a tres días, dependiendo de la importancia del difunto, y en las noches se quedaban únicamente los coristas o los sacristanes, pues la gente temía que algún fantasma se les apareciera en el camino a casa si acompañaban al muerto más allá de las once.

Pues resulta que precisamente en San Agustín tuvo lugar un velorio que se convirtió en leyenda, allá por el siglo 18. El muerto era un importante militar y al llegar las once se quedaron con él únicamente dos sacristanes de nombre Pedro Illescas y Toribio Fonseca, que compartían una casa en la parroquia de San Blas y por ello se habían vuelto mejores amigos y gustaban de gastarse bromas.

En medio de la vigilia, alrededor de las doce de la noche, a Pedro se le ocurrió jugarle una broma a su amigo y así pasar más rápido la aburrida madrugada. Mandó entonces a Toribio para que comprara algo de comer en la casa de doña Petrona, una vecina de la iglesia que además vendía los cirios que ocupaban los agustinos para iluminar el convento.

Cuando Toribio se fue, Pedro aprovechó para preparar su tenebrosa broma; se acercó al altar y se paró junto al ataúd, sin miedo tomó el cadáver del militar y cambió ropas con él, sentándolo en una silla cercana pero que no se viera. Se metió en la caja y espero a que regresara su amigo.

Cuando Toribio volvió y empezó a llamar a Pedro, este se sentó en el ataúd y con voz lúgubre preguntó «¿a dónde fuiste, Toribio?», lo que provocó el espanto del ingenuo sacristán y perdiendo el equilibrio cayó al suelo. Mientras Pedro salía del ataúd exigiendo que Toribio le pidiera perdón, el cadáver del militar se puso sorpresivamente de pie y abrió los ojos, tomando entre sus manos un candelabro de bronce cercano al ataúd y comenzó a caminar.

Pedro y Toribio salieron despavoridos hacia la puerta, no sin antes esquivar el candelerazo que lanzó el muerto. Mientras gritaban espantados en la calle, los vecinos salieron a socorrerlos y, al escuchar la historia, entraron a ver si era cierto. Encontraron al muerto bien acomodado en su ataúd, pero eso sí, el candelabro estrellado cerca a la puerta y una marca en el piso donde había caído que cuentan que duró por largos años como recordatorio de que se debe respetar a los muertos.

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