Moda quiteña del siglo XIX


Si bien la palabra "moda" nos evoca un sentimiento pasajero, vano y poco importante, en honor a la verdad se debe decir que la historia también está ligada a esta palabra de una manera bastante fuerte. Y es que cada periodo histórico ha contado con su propio estilo de vestir que no solo lo caracteriza visualmente, sino que permite descubrir bajo las formas y telas cosas tan importantes como la política reinante, el poder de las facciones sociales, las rutas comerciales, la filosofía económica que imperaba y hasta el tipo de vida espiritual que llevaban los habitantes de una región.

En este marco, se debe aclarar que a inicios del siglo XIX, Quito, que durante casi tres siglos había sido la ciudad más influyente del actual territorio ecuatoriano, se había convertido paulatinamente en una urbe casi aislada de los cambios que se generaban cada vez con mayor rapidez tras la revolución industrial en Europa y Norteamérica, y que por obvias razones llegaban primero a los puertos como Cartagena, Callao y Guayaquil, y de allí emprendía una lenta expansión hacia las regiones del interior del continente.

Inicios de siglo

Para el año 1800 llegaba no solo el nuevo siglo, sino también el final de la dominación española en el territorio, y con ello una larga etapa de aletargamiento social y económico producida por los movimientos independentistas que arrancaron en 1809 y culminaron en 1822. Es por ello que se podría decir que el primer cuarto de siglo poco cambió la moda quiteña con respecto al siglo anterior, y se seguían usando las pesadas y exageradas vestimentas dieciochescas de influencia madrileña:

Mariana Carcelén de Guevara, marquesa de
Solanda y Villarocha, por Diego Benalcázar.
El ritual de vestimenta de gala para una dama de alta alcurnia a inicios del XIX empezaba con los calzones, largos y de telas suaves como el algodón español, encima de los que se colocaba un faldellín o faldita hasta la rodilla que brindaba abrigo por estar hecho de lana, sobre este se colocaba el miriñaque ya sea de tela rígida o metal, pero que daría amplitud al vestido, y luego varias capas de enaguas para dar aún más volúmen. El talle era acomodado con un corsé que afinaba la cintura y hacía los pechos más voluptuosos, ajustados con cintas por la espalda.

La falda era casi siempre de terciopelo o telas similares, muy ancha y con los pliegues cosidos entre sí para darle la ondulación característica aún sin que la mujer se moviese. El torso era cubierto por una blusa con escote sobre la línea del pecho, encima un chaleco que pasaba por debajo del busto para dejar ver la blusa y realzarlo aún más y finalmente una levita más corta que la de los hombres y de la misma tela que la falda, o bien un chal de fino encaje de Flandes.

La mantilla española era sustituida en Quito por el pañolón, una prenda de tela de manufactura local que cubría desde la cabeza hasta las caderas, y que a menudo también lo hacía con parte del rostro, sobre todo para asistir a misa.

En lo que respecta a los hombres, y según el inglés William Bennet Stevenson, que visitó la ciudad en 1808, describía la vestimenta del quiteño como muy similar a la europea en las clases alta y media, con la única adición de una gran capa generalmente roja, pero también de colores azul o blanco, probablemente para cubrirse del frío y las inesperadas lluvias del cambiante clima quiteño.

Mediados de siglo

El segundo tercio del siglo XIX, es decir después de sellada la Independencia tras la Batalla de Pichincha, marcó también un cambio repentino en la moda de la ciudad. Las tropas llegadas desde distintos puntos del continente, y en especial la Legión Británica que tanto ayudó en el triunfo de 1822, así como el establecimiento de las primeras embajadas que a partir de 1830 trajeron familias enteras de europeos vestidos al último grito de la moda, marcaron una lenta migración de los estilos madrileños hacia los londinenses en particular.

Mercedes Jijón de Flores, primera dama, circa 1845 (izq.)
Virginia Klinger Serrano, circa 1850 (der.)
Durante esta etapa las mujeres quiteñas de clase alta vestían en su mayoría "a la inglesa", es decir con un vestido de una sola pieza, muy ceñido en el talle gracias al uso de corsés con esqueleto de varillas, un escote redondo para las jóvenes y cuello cerrado para las casadas, mangas hasta el codo, con varias capas de volantes de encaje que caían graciosamente sobre el brazo, y una falda muy amplia pero con una caída casi recta por delante.

El cabello se usaba generalmente trenzado y recogido dentro de una malla que se adornaba con cintas y flores. El arreglo se complementaba con conjuntos de joyas (pues llevar mezclas era signo de pobreza) que podían llegar a valer una fortuna: aretes, gargantillas, diademas, brazaletes y rosarios que estaban adornados con perlas, diamantes, esmeraldas, topacios y otras piedras preciosas.

El quitasol o sombrilla también es ampliamente utilizado en esta época, aunque estaba destinado sobre todo a las damas de alta alcurnia que podían llevarlo ellas mismas, o en otras ocasiones eran cubiertas por una criada o un esclavo que las seguía de muy cerca. 

Sin embargo la supremacía y predilección de las quiteñas más jóvenes por la moda inglesa, esta era usada generalmente para ocasiones especiales y de gala, pues en el hogar o para ir a misa se seguía usando el estilo español previo en tonalidades oscuras (particularmente de color negro), sobre todo el pañolón que ahora era de franela inglesa o de encajes y puntillas fabricados en los conventos de la ciudad como el de Santa Catalina.

En cuanto a las mujeres mestizas, su vestimenta más colorida llamaba mucho la atención de los extranjeros. Usaban unas faldas casi hasta las pantorrilas llamadas polleras, sobre estas otras apenas un poco más cortas llamadas refajos, fabricadas de franela inglesa o bayetilla y adornadas con cintas, encajes, franjas y lentejuelas que dibujaban figuras de arabescos. Las blusas eran de telas como brocado o raso, con sus mangas y cinturas adornadas por encajes blancos. Algunas usaban pañolón, mientras que otras apenas un chal de lana sobre los hombros.

La mujer quiteña de la década de 1860, si bien sigue teniendo predilección por las modas europeas y sobre todo parisinas para los eventos públicos y de gala, evidencia una enorme simplificación de su apariencia en los círculos del hogar y la misa con respecto a las dos décadas anteriores. Los vestidos de lana en tonos oscuros, sobre todo negros, se convierten en los favoritos tanto de jóvenes como de adultas, quizá por tratarse de una tela más adecuada para el frío de la ciudad, además de la austeridad en los adornos, que generalmente consisten únicamente en rosarios de perlas o pequeños broches de marfil o porcelana en el cuello. 


Finales de siglo

Llegando a finales del decimonónico aparecen importantes figuras femeninas como la joven Marieta de Veintemilla, que con su predilección por la moda francesa terminó de imponer su estilo en todas las damas de alta sociedad de la ciudad. Su importancia no solo política, sino también cultural y social la llevó a ser inmortalizada por varios escritores europeos y elogiada por elegantes mujeres como la Baronesa de Wilson.

Marieta de Veintemilla, circa 1887 (izq.).
Leonor y Josefina Pérez Quiñones, 1897 (der.).
El estilo favorito de Marieta era el llamado "tapicero", pues recordaba a los salones llenos de tapices y cortinería, consistente en un vestido de dos piezas muy adornado. La parte alta presentaba una blusa de cuello alto con encajes o pasamanería, sobre esta una chaqueta de talle bastante ceñido y un coqueto vuelo que caía sobre el pecho; las mangas eran largas y llegaban hasta arriba de la muñeca, rematadas con pequeños encajes y ribetes.

Por su parte, la falda estaba compuesta por dos piezas: una de forma casi tubular, fruncida y de tela pesada, y otra sobrefalda más alta, muy adornada con lazos y encajes plizados, de telas más livianas y brillantes que caía por detrás en una cola casi hasta el suelo. Se hizo popular el uso del polisón, una pieza parecida a un pequeño cojín de lana que se colocaba sobre el trasero, de manera que aumentaba volúmen únicamente a la parte posterior del vestido.

A medida que el siglo llegaba a su fin, los vestidos tapiceros fueron simplificándose cada vez más: perdieron el polisón, después la sobre falda y finalmente los encajes y vuelos, quedando en una chaqueta de botones muy entallada con prendedor al cuello y una falda suelta.

El color predilecto de las quiteñas continuaba siendo el negro que predominó desde la Independencia, sobre todo por la amplia influencia de la religión en la vida social de la ciudad y el país en general, pues hasta mediados del siglo XX las únicas celebraciones públicas tendrían que ver con la Iglesia católica y los toros. Esto pese a que Marieta de Veintemilla gustaba de usar también otros colores, aunque nunca llegaron a ser escandalosos.

La influencia del arte romanticista también se evidencia en este último tercio del siglo XIX, sobre todo entre las quiteñas más jóvenes que se visten de colores claros y telas livianas con adornos muy coquetos, pues según la revista El Correo de la Moda, sólo hasta los 24 años era recomendable envolverse en una nube de gasas y tules a semejanza de hadas o ninfas, pero a partir de los 25 se debía ya lucir como una mujer.

Los peinados eran elaborados y con predilección por la altura, aunque no llegaron a la exageración del siglo XVIII, y para ello debían tener el cabello muy largo, de manera que pudieran rizarlo caprichosamente sin recurrir a pelucas pasadas de moda. Muchas se peinaban los fines de semana y mantenían el estilo por varios días durmiendo casi sentadas para no descolocar ni un cabello.

"Bolsicona", por Joaquín Pinto. 
En lo que respecta a la mujer mestiza, las mismas estaban representadas principalmente por las llamadas "bolsiconas", que usaban un traje que constaba de cuatro piezas:

  • blusa blanca con bordes adornados en hilos rojos o azules.
  • falda sobre el tobillo y de colores vivos, fabricada con una grosera tela llamada bayeta o bolsicón, parecida a la lana.
  • chal de tela ligera con hermosos bordados florales
  • rebozo de felpa en un color contrastante al vestido que servía para cubrirse en caso de lluvia o intenso sol.
  • no usaban zapatos, aunque las que se dedicaban a un oficio como el de cajoneras, sí lo hacían.


En las clases comerciales y bajas también existían atuendos representativos de cada oficio, como el de las fruteras o carniceras, que por el tipo de trabajo era menos adornado que el de las bolsiconas: falda amplia casi siempre de color azul claro, blusa blanca poco bordada con cuello en V y mangas amplias a la altura del codo, además de un chal para cubrir los hombros o la cabeza en caso de lluvia o sol. Solían llevar el cabello atado en una cola de caballo desde la nuca.

Finalmente, y dentro de un mismo grupo social también existían diferencias en la forma de vestir, tal como sucedía entre las indígenas de sangre noble y aquellas que pertenecían a la plebe; pues los recursos económicos de las primeras les permitían acceder a diferentes calidades de telas y accesorios para completar sus atuendos y llevarlos de manera elegante, mientras que las segundas, casi siempre trabajadoras del servicio doméstico, apenas y tenían para adquirir un traje nuevo cada año.


Referencias

  • Burneo Salazar, Cristina (2016). "Documentos impregnados: vestido, cuerpo y nación". Quito: Comité de Investigaciones - Universidad Andina Simón Bolívar.
  • Pérez Pimentel, Rodolfo (2001). "El Ecuador profundo", tomo II, 2da edición, páginas 133-139. Guayaquil: Lotería Nacional.
  • Romero, Ximena (2003). "Quito en los ojos de los viajeros: el siglo de la Ilustración". Quito: Editorial Abya-Yala.
  • Cifuentes, María Ángela (1999). "El placer de la representación: la imagen femenina ante la moda y el retrato (Quito, 1880-1920)". Quito: Editorial Abya-Yala.
  • Ortiz Crespo, Alfonso (2005). "Imágenes de identidad, acuarelas quiteñas del siglo XIX". Quito: Fondo de Salvamento del Patrimonio - FONSAL.
  • Poma Eras, Gabriela (2011). "Análisis descriptivo del traje femenino en Quito durante el siglo XIX". Quito; Universidad Tecnológica Equinoccial.

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