El Gallo de la Catedral (leyenda)

Detalle de las cúpulas de la Catedral Metropolitana de Quito, con el gallo que protagoniza la leyenda.

Cuenta la leyenda que hace muchos años existía en Quito un hombre d llamado Ramón Ayala, apodado «el gallo de barrio» por su carácter fuerte y belicoso, vicioso de las apuestas en peleas de gallos y la bebida, sobre todo de las mistelas que vendía una hermosa señora llamada Mariana en la colina de San Juan.

Ya borracho, y siempre tratando de impresionar a la propietaria de la tienda para ver si se ganaba su corazón, don Ramón gritaba que él era el más gallo del barrio y ningún otro hombre podía plantarse en su contra. De allí se dirigía colina abajo por la calle de las Siete Cruces, para regresar a su casa que quedaba muy cerca de la Plaza Grande.

Algunas veces solía pararse justamente frente a la entrada lateral de la Catedral, donde se encuentra el Arco de Carondelet, y alzando la mirada hacia las cúpulas orientales encontraba el pararayos con forma de gallo que fue traído de Europa a finales del siglo XIX. Y así, enfrentando al gallo posado en lo alto del templo, solía gritarle diciendo: «¡Que gallos de pelea, ni que gallos de iglesia!, ¡yo soy el más gallo! ¡Ningún gallo me ningunea, ni el gallo de la Catedral!» El ruido que metía ya en horas que la ciudad se había recogido y entraba en silencio por la tarde, acababa con la paciencia de los vecinos de la plaza.

Un día, dispuesto a repetir su rutina de gritos frente a la Catedral, y tras sentir un soplo de aire que casi lo tira al suelo, se dio cuenta que el gallo no estaba en su sitio habitual sobre la cúpula. Le dio algo de miedo, pero él tenía que demostrar como siempre lo gallito que era, así que empezó a repetir su estruendosa letanía antes de ser interrumpido por los picotazos de un gallo en su pierna, que lo tiraron al piso.

Don Ramón, asustado y por el miedo, pidió disculpas a la Catedral y a su gallo, que le hizo prometer no volver a tomar mistelas, a lo que él contestó que ni agua volvería a tomar después de eso; promesa que cumplió a rajatabla.

La verdad es que detrás de esta leyenda se dice que todo fue un plan trazado por los vecinos de la Plaza Grande y el sacristán de la Catedral para darle un buen susto a Ramón Ayala, que no volviera a gritar tan tarde, y de paso cambiara su conducta llena de vicios.

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